No hay forma de medir del todo la estatura de Mario Vargas Llosa en la historia de la literatura. Su partida no es solo el cierre de una vida larga y prolífica, sino la pérdida de un intelectual imprescindible, de esos que incomodaban con la lucidez y la coherencia de su pensamiento. Vargas Llosa no fue solo un autor brillante: fue un testigo crítico de su tiempo. Un escritor de ideas que nunca temió al debate, que no se replegó ni ante el poder ni ante sus lectores.
Como estudiosa de su obra, sigo fascinada por su capacidad para crear ficciones vivas, estructuras narrativas complejas y personajes desgarrados por la realidad. Obras como Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo siguen siendo laboratorios éticos y políticos de nuestra región. Su estilo depurado, su obsesión por la libertad individual, su mirada profundamente crítica hacia las dictaduras lo convirtieron en una brújula moral —aunque contradictoria— para muchos. Vargas Llosa nunca se conformó con ser un simple narrador: quiso intervenir, cuestionar, transformar.
Y eso, por supuesto, generó resistencias. Su giro ideológico, su defensa del liberalismo económico, sus columnas cargadas de opiniones rotundas... todo lo convirtió también en una figura polarizante. Pero la grandeza no se mide por la unanimidad, sino por la potencia del legado. Vargas Llosa fue incómodo porque fue coherente. Y eso, en el mundo actual, vale más que muchos aplausos.
Hoy, desde Arequipa hasta Estocolmo, su huella es indiscutible. Mario Vargas Llosa nos deja una lección enorme: que la literatura, cuando se toma en serio, puede desnudar al poder, sacudir conciencias y moldear el espíritu de los pueblos. Su obra, inmensa y luminosa, nos acompañará mucho más allá de este adiós. Porque los verdaderos escritores no mueren: se quedan en la memoria del lenguaje.