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Sanados para sanar

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Continuamos tras las huellas de Jesús en los inicios de su vida pública. Como recordarán, en el Evangelio del domingo pasado el evangelista san Marcos nos relató la primera predicación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, a la que había ido acompañado por sus cuatro primeros discípulos, en la cual además realizó su primer exorcismo y liberó a un hombre que estaba atormentado por un espíritu inmundo. Este domingo el mismo evangelista nos cuenta que, al salir de la sinagoga, Jesús fue a la casa de Pedro, donde estaba su suegra postrada en cama «ardiendo de fiebre», y tomándola de la mano la levantó y ella, ya curada, se puso a servirles. Unas horas después, la población le llevó a sus enfermos y endemoniados y Jesús también los curó (Mc 1,29-34). Como dijo el papa Benedicto XVI, hace ya varios años: «En este episodio aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de Dios. Y el Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura» (Homilía, 5.II.2006).

La suegra de Pedro es como una imagen de la Iglesia. Los cristianos, como todos, hemos nacido heridos, enfermos, por el pecado original; y si bien el bautismo nos lo ha borrado y perdonado, permanecen en nosotros ciertas consecuencias temporales, como la concupiscencia o inclinación al pecado. Y como hizo con la suegra de Pedro, Jesús se inclina ante nosotros, nos toma de la mano, nos cura y nos levanta. Nos toma de la mano a través de su palabra, nos cura con el ungüento de su misericordia en el sacramento de la Reconciliación o Confesión y nos levanta haciéndonos partícipes de su resurrección en la celebración de la Eucaristía. De modo que, a semejanza de la suegra de Pedro, la Iglesia es la comunidad de personas que, curadas por Jesús de la fiebre del pecado, se ponen al servicio de los demás. Este es el signo de la verdadera salud, es decir de quien ha acogido la salvación que Dios nos ofrece en Cristo: el cristiano ya no se pertenece a sí mismo sino a Jesús que murió y resucitó por nosotros (2Cor 5,15); y, por tanto, al igual que Jesús, no vive para sí mismo sino para servir a los demás (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1269).

La persona sanada por Jesús no vive centrada en sí misma, sino que piensa en los otros. «Cuidar de los enfermos de todo tipo forma parte integrante de la misión de la Iglesia, como lo era de la de Jesús. Y esta misión es llevar la ternura de Dios a la humanidad sufriente...inclinarse para hacer que el otro se levante» (papa Francisco, Angelus, 7.II.2021). Lo dijo también, con otras palabras, Benedicto XVI en su citada homilía: «Jesús no vino para traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traer el anuncio de Dios, la presencia de Dios y para vencer así a las fuerzas del mal». Lo pudo hacer porque tenía a Dios Padre como fuente y centro de toda su vida. De la misma manera, la Iglesia, todos los cristianos, que estamos llamados a continuar la misión de Jesús, podremos hacerlo sólo en la medida en que vivamos unidos a Dios a través de su Palabra, la oración y los sacramentos. ¡Vale la pena vivir así!

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