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Revolución con nombre propio: independencia y dignidad

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Hace 75 años, Arequipa protagonizó su última revolución. Fue la más auténticamente civil de una docena desde 1825. Hoy, traigo el recuerdo de aquellos días.

El 13 de junio de 1950, mi abuela Felicitas me recogió del colegio La Salle a las 3:30 p.m., una hora antes de la salida. Era inusual. Apenas llevaba dos meses y medio en el colegio. Estaba en transición. Normalmente, el ómnibus escolar me llevaba y me traía.

Le pregunté qué pasaba. Me respondió: “La revolución, hijito; la revolución”. Por primera vez oí esa palabra, de la que años después Alberto Hidalgo diría: “Revolución: palabra que se pronuncia con los puños; que nació en un vómito de sangre”.

Vivíamos a cuadra y media del pabellón norte del Colegio Nacional de la Independencia Americana. Estábamos cerca de todo. En ese entonces, era el único plantel nacional. Dos años después surgirían la Gran Unidad Escolar Mariano Melgar y el Colegio Militar Francisco Bolognesi.

El lunes 12, los alumnos de Independencia se declararon en huelga. Dos petardos de dinamita marcaron el inicio, tras la ceremonia del izado de bandera. Los del cuarto año, al grito de “¡Viva el Perú!”, corearon: “¡Huelga, huelga!”

El pliego de reclamos incluía el retiro del director, cambios en la evaluación de conducta, mejor atención a la biblioteca y mejoras en la alimentación de los internos. Denunciaban profesores ebrios, irregularidades en compras y pedían rendición de cuentas del dinero para implementos deportivos.

El martes 13, los alumnos del quinto año regresaron. Se enfrentaron a la caballería policial que cercaba el colegio. Universitarios y exalumnos de La Salle y San Francisco les ofrecieron su respaldo.

Al mediodía llegó el prefecto, coronel Daniel Meza Cuadra. Dio dos horas para deponer la protesta. Al vencerse el plazo, amenazó con el desalojo por la fuerza. La represión dejó muerto al obrero Narciso Callata, que solo observaba. Su cadáver fue despedido con toque de silencio. La bandera se izó a media asta.

La multitud marchó hacia la Universidad San Agustín. Un niño, Luis Palacios, hizo repicar las campanas de la Catedral con el toque de somatén. En San Camilo, los trabajadores ofrecieron alimentos a los estudiantes.

Esa noche, algunos cruzaban los techos. El Ejército los buscaba. Un teniente quiso ingresar a nuestra casa. Mi padre, Luis Adán, se opuso. No se habían suspendido las garantías. Lo harían a medianoche.
 

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