Tomo prestado para encabezar estas líneas el título del mensaje del papa León XIV para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado que, por 111 años consecutivos, celebramos este domingo. Mensaje que el papa comienza diciéndonos que «el contexto mundial actual está tristemente marcado por guerras, violencia, injusticias y fenómenos meteorológicos extremos que obligan a millones de personas a abandonar su tierra natal en busca de refugio en otros lugares»; lo que, unido a las profundas desigualdades económicas entre unos países y otros y al interior de los mismos países, «hacen que los retos del presente y del futuro sean cada vez más difíciles». Y, justamente por eso, sigue diciendo el papa, «es importante que crezca en el corazón de la mayoría el deseo de esperar un futuro de dignidad y paz para todos», porque ese es el deseo de Dios que ha comenzado a cumplirse en Jesucristo y cuya plena realización esperamos «ya que el Señor siempre cumple sus promesas».
«La virtud de la esperanza – nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica – responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre» (n. 1818). Desde esa perspectiva, el Papa León nos presenta a los migrantes como testigos de esperanza, porque es ella la que los pone en camino en búsqueda de un futuro mejor y la que, aun cuando en ocasiones parece todo perdido, los sostiene en el sufrimiento y les da la fuerza necesaria para superar los más difíciles obstáculos e, incluso, el riesgo de morir en sus travesías. En este sentido, la perseverancia y tenacidad de los migrantes, su capacidad de sacrificio y ese “esperar contra toda esperanza” (cfr. Rom 4,18) constituyen un testimonio capaz de alentar a otros a no desfallecer cuando las cosas no van como cada uno desea. Pero no sólo eso.
Los migrantes y refugiados nos recuerdan que somos peregrinos, que en este mundo sólo estamos de paso, ya que, como escribió san Pablo a los cristianos de Filipos: «somos ciudadanos del Cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo, que transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21).
Y esto es muy importante porque, como también nos dice el papa peruano, cuando los cristianos olvidamos que somos el pueblo de Dios peregrino hacia nuestra patria definitiva, la Iglesia «deja de “estar en el mundo” y pasa a “ser del mundo”», que es exactamente lo contrario que Jesús nos mandó (cfr. Jn 15,19).
Así, pues, los migrantes y refugiados pueden ser verdaderos misioneros de esperanza si sabemos acogerlos como hermanos y hermanas, parte de la familia de Dios en la que puedan expresar sus talentos y participar plenamente de la vida comunitaria. Por eso, termina diciéndonos el Papa, «su presencia debe ser reconocida y apreciada como una verdadera bendición divina, una oportunidad para abrirse a la gracia de Dios, que da nueva energía y esperanza a su Iglesia». Recemos por nuestros hermanos migrantes y refugiados, y abrámosles nuestro corazón y nuestras comunidades para que se sientan en casa y juntos sigamos peregrinando hacia nuestra patria celestial.