Opinión

Mi Cristo Roto: una historia de fe y restauración

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Mi Cristo Roto es el libro que publicó el jesuita Ramón Cué Romano en 1963. Narra la aventura y el aprendizaje que tuvo con un Cristo mutilado al que le faltaban un brazo y una mano. Lo compró en una tienda de antigüedades de Sevilla. No quiso que lo restauraran.

Veinticuatro años después, en Arequipa, mientras recorría los escombros de una casa sagrada, me llamó la atención un bulto destinado a la basura. La curiosidad me llevó a descubrir un Cristo sin cruz, con las extremidades destrozadas. Me dijeron que había sido desechado y que acabaría en el relleno sanitario municipal. Si lo deseaba, podía llevármelo. Al ver su cabeza y tronco seccionados, me sobrecogí y lo tomé. Tenía mi Cristo Roto. Mi madre lo hizo restaurar en el Cusco. La imagen fue datada en el siglo XVIII y concebida para ser observada desde abajo.

Augusto Belan le hizo su primera cruz. Cuarenta años después, mi hijo Christian Igor le fabricó una nueva. En esta se percibe el esfuerzo de un cuerpo contorsionado. Sus ojos abiertos miran al cielo. En su expresión siento la última palabra de Cristo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.  La hora de la muerte está próxima. Su rostro conserva frescura y vigor. Con un clamor, entrega su espíritu.

Ya no dice “Dios mío”, como en la cuarta palabra. Ahora es el Hijo otra vez. El mismo que, en su primera palabra, quiso conmover el corazón del Padre al pedir perdón por sus verdugos: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen”. Ahora vuelve a pronunciar esa dulcísima palabra: “Padre”.

“En tus manos encomiendo mi espíritu”. Es decir, entrego voluntariamente mi alma. Me diste el mandato de subir a la cruz, pero yo, tu divino Hijo, estoy plenamente identificado contigo. “El Padre y yo somos una misma cosa”.

Pienso en ese instante y en lo que sigue. Inclinará la cabeza y expirará. Un gesto distinto al de los hombres. Ellos inclinan la cabeza al morir, abatidos por la muerte. Jesucristo, no.

El Evangelio dice que inclinó la cabeza y después murió. Lo hizo como quien da su consentimiento, como quien se entrega. Solo entonces la muerte se acercó con respeto a la cruz. En ese instante, un terremoto sacudió el Calvario. La cruz de Cristo se tambaleó con violencia. La gente huyó aterrada. 

El velo del templo se rasgó de arriba abajo. El centurión se golpeó el pecho: “Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios”
 

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