La empresa privada es el motor de crecimiento y desarrollo en cualquier país. Es, además, el principal generador de puestos de trabajo. Y no me refiero a la gran empresa, me refiero a todas: la micro, pequeña, mediana y gran empresa, indistintamente de su tamaño.
El valor de una gran empresa es el mismo que el de una micro. Una minera es tan importante como lo es una bodega; una cadena hotelera es tan importante como un puesto en el mercado.
Por supuesto que su impacto en la economía y en la sociedad es de distinta magnitud, pero lo que hay detrás es exactamente igual: Es la apuesta de un inversionista dispuesto a arriesgar su dinero para generar impacto y obtener rentabilidad.
A la empresa privada, de todo tamaño, hay que darle facilidades, no ponerle trabas. Hay que facilitarle la contratación de personal, no endurecer el marco de contratación laboral.
Pero en el Perú, a la empresa privada se le exige más que al Estado. Cuando una empresa del Estado pierde dinero o es ineficiente, lo solemos pasar por alto. No nos importa, a pesar de que estamos empeñando el futuro de las próximas generaciones en aventuras empresariales comprobadamente fracasadas.
Cuando una empresa del Estado hace algo mal y pierde dinero, las pérdidas no se reducen solamente a la empresa estatal, perdemos todos. El dinero del Estado no existe, existe el dinero de todos los contribuyentes generado por el pago de impuestos, que debería ser destinado al desarrollo de obras de infraestructura que nos den a los ciudadanos una mejor calidad de vida.
En cambio, a la empresa privada se le imponen estándares altísimos. Incluso se le pide reemplazar al Estado.
Si no hay una buena posta, hay que pedírsela a la minera. Si el alcalde municipal ansia la alcaldía provincial, afila sus baterías contra la empresa y le exige más, cuando en realidad no sabe ni invertir el presupuesto que ya tiene.
La realidad es que detrás de cada inversión, ya sea en un puesto ambulante o en un gran proyecto minero, hay un ferviente compromiso del emprendedor con el país, con sacar adelante tanto a su familia como a la sociedad en la cual vive. Hay una decisión de seguir apostando por el Perú. Uno no expone ni arriesga su dinero por un lugar en el que no confía.
Con todos los vaivenes políticos que vive nuestro país, invertir en el Perú es casi, casi, un acto de fe. Nuestras autoridades no deben ser ajenas a ello, deben facilitar la inversión y el emprendimiento. No deben ponerle barreras ni aprovecharse de coyunturas complejas para sacar provecho.
Estamos en un año preelectoral y muchas serán las propuestas populistas que asomarán. Se tratará de mostrar a la empresa privada como enemiga de la población cuando los enemigos son ellos, los que pretenden dividir y sembrar el caos y la pobreza.
Estamos advertidos.