Era un día de diciembre, yo estaba sentada junto a mi esposo frente a una fogata, ambos con una gran sonrisa en los labios preparando la cena a la luz de la luna, viendo a nuestro hijo de 5 años quien celebraba que por fin hiciéramos algo diferente, que estuviéramos juntos y disfrutáramos del momento.
Minutos antes de esta escena había llegado a casa muy agotada por los problemas del trabajo, estaba a punto de preparar la cena cuando se agotó el gas, metí las manos en los bolsillos, la cartera y nada, no tenía dinero, en ese momento agaché la cabeza, mis ojos se llenaron de lágrimas sentí frustración por mi situación económica, tristeza por no poder darle la comida caliente a mi hijo y enojo conmigo misma.
En ese instante llegó mi esposo, le conté lo que ocurría me abrazó, contó el dinero que tenía y no alcanzaba para comprar el gas, respiró profundamente y me dijo que en el patio podríamos hacer fuego para preparar los alimentos.
Nos pusimos manos a la obra, armamos la fogata, sacamos ollas y juntos nos sentamos alrededor del fuego, mi hijo que vio el ajetreo nos dijo “¡Una fogata! ¡Gracias mami! ¡Gracias papi! ahora podemos acampar aquí afuera” estaba extremadamente feliz. Su sonrisa y entusiasmo hicieron que nos sintiéramos los padres más afortunados del mundo.
Ese día aprendí el valor de ver con ojos de niño, hoy hagamos el balance de nuestro año y veamos lo aprendido con amor y compasión.