En política, el verdadero cáncer no es solo la corrupción ni la mentira: es la estupidez. Ese ciudadano reducido a engranaje útil, fabricado por algoritmos y encuestas, domesticado por discursos que no buscan convencer sino adormecer. El idiota se ha vuelto el votante ideal: no cuestiona, no compara, no exige. Basta con alimentarle emociones y eslogan para que entregue con entusiasmo lo más valioso que posee: su libertad.
Los especialistas advierten que la ignorancia ya no es un problema a resolver, sino un recurso a administrar. Una sociedad informada es incómoda: compara, duda, rechaza eslóganes y exige coherencia. En cambio, una sociedad idiotizada se organiza por emociones, hábitos y fe.
No requiere argumentos, solo la sensación de pertenecer a algo. Por eso, la ingeniería electoral contemporánea ya no se basa en programas ni en ideas, sino en percepciones moldeables. El político exitoso no articula proyectos de Estado: repite frases que caben en una camiseta y activa resentimientos, nostalgias y miedos primarios.
Este fenómeno no es nuevo. Erasmo de Róterdam, en el siglo XVI, ironizaba en Elogio de la Locura sobre la estupidez como diosa indispensable. Para él, la ceguera voluntaria y la ilusión colectiva lubricaban la maquinaria social. Su sátira mostraba la hipocresía generalizada que aún persiste. Cuatro siglos después, Dietrich Bonhoeffer, desde la resistencia al nazismo, ofrecía un diagnóstico más sombrío: la estupidez no es ingenuidad, sino renuncia moral. Un mal político más grave que la maldad misma. Al malvado se le puede enfrentar con argumentos; frente al estúpido, la razón es inútil.
Carlo Cipolla, en el siglo XX, aportó un marco más brutal y certero. Con su célebre clasificación mostró que los estúpidos son quienes dañan a otros y a sí mismos sin obtener beneficio alguno. Los más peligrosos, porque multiplican pérdidas y desorden. Sus leyes siguen vigentes: siempre subestimamos cuántos estúpidos hay, ignoramos su poder destructivo y nunca logramos neutralizarlos del todo.
Tres miradas distintas y un punto de convergencia: la estupidez es fuerza social de primer orden. Erasmo sonrió, Bonhoeffer se indignó, Cipolla sentenció. Y hoy, en plena era de algoritmos y propaganda digital, se constata que el sistema no solo tolera a los idiotas: los necesita.
El riesgo, sin embargo, no está solo en los políticos que administran esta materia prima, sino en nosotros, cuando aceptamos la comodidad de no pensar. La democracia, sostenida por el voto idiotizado, se convierte en espectáculo vacío: urnas llenas, conciencias vacías. Y tarde o temprano, como advirtió Bonhoeffer, el precio de tanta estupidez es la tiranía disfrazada de fiesta popular.