Opinión

La criminalidad peruana, recién se inicia

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DIARIO VIRAL

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Maracay, en el 2010, era la quinta ciudad más poblada de Venezuela. Un día veraniego conocí esa bella ciudad, enclavada en medio de grandes montañas cubiertas de imponente vegetación. Al caer la primera noche de mi estadía, inicié un peligroso recorrido por la ciudad y constaté que un manto de miedo la cubría. Nadie transitaba sus calles, todos los establecimientos comerciales y viviendas tenían sus puertas y ventanas cerradas. Hubiese sido una ciudad fantasma de no ser por la veintena de soldados que custodiaban un cuartel.

El médico que me transportaba aquella noche me explicó el fenómeno: “Todos tienen miedo a dejar sus viviendas durante la noche, porque los asaltan, violan y matan”.

Al día siguiente ingresé al establecimiento comercial más importante de Maracay. En sus anaqueles, alimentos como la leche, el arroz, verduras o frutas, eran historia antigua.

Posiblemente los peruanos no hemos reparado que, en las 2 últimas décadas, nuestra moneda se ha devaluado sólo el 9 % con relación al dólar. En el país llanero, durante los 13 años de chavismo y 12 de Maduro, la devaluación del bolívar ha sido tan catastrófica que ya le quitaron 13 ceros, pero la pobreza generalizada sigue imparable, porque la delincuencia conquistó la calle, las instituciones y la ética de sus autoridades.

El noble pueblo uruguayo, cuya población apenas llega a los 3 millones y medio, observa, como el resto del mundo, que 8 millones de venezolanos han huido de su país, víctimas del hambre, de la miseria moral y la delincuencia satánica que capitanean sus gobernantes.

Evoco la escalofriante experiencia de Maracay, porque el miedo que ya los corroía hace 15 años, comienza a experimentarse en Perú. Quizá, porque entre el millón ochocientos mil venezolanos que viven aquí, hay decenas de miles que ya sembraron el terror en su país.

En el mundo hay 133 países que tienen menos población de la que ya fugó de Venezuela. El tema es tan importante que ya no hay tiempo para seguir tibios y pusilánimes con la criminalidad. Nuestros gobernantes están obligados a imponer con sabiduría y drasticidad, planes de gobierno que destierren la violencia, la delincuencia y el anarquismo. Deben remplazar sus guantes blancos por leyes y autoridades que combatan la delincuencia hasta recuperar la paz y tranquilidad que había en nuestro país.

Para comenzar, se necesita que se promulguen nuevos códigos penal, procesal penal, de ejecución penal y nuevas leyes orgánicas del poder judicial, de la policía y hasta de los municipios. Debe redistribuirse los recursos del Estado y unificarse el trabajo de los líderes de los poderes públicos. El camino es complejo y difícil pero el apropiado para alejarnos de experiencias trágicas como la de Maracay.
 

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