El centro histórico de Arequipa, orgullo de la ciudad y Patrimonio Cultural de la Humanidad, parece hoy más un decorado para turistas que el corazón vivo de una comunidad. Las calles de sillar, los balcones coloniales y las casonas republicanas lucen impecables, pero algo esencial se está perdiendo: su gente. La gentrificación ese proceso que reemplaza a los antiguos habitantes por nuevos residentes o negocios de mayor poder adquisitivo avanza silenciosamente, maquillada de progreso y restauración.
En nombre del turismo y la modernidad, muchas familias tradicionales han sido desplazadas por el alza de alquileres y la presión inmobiliaria. Donde antes había bodegas, zapaterías o picanterías, hoy abundan cafés conceptuales, tiendas de recuerdos y hospedajes con nombres en inglés. Se conserva la piedra, pero se borra la memoria. Se restaura el muro, pero se desplaza al vecino.
La paradoja es que la gentrificación suele confundirse con preservación. No basta con mantener la fachada limpia ni con iluminar la catedral para hablar de respeto al patrimonio. El verdadero patrimonio no solo se mide en metros cuadrados o en valor turístico, sino en historias compartidas, en vínculos humanos, en la vida que habita esas construcciones. Cuando se expulsa a los antiguos moradores, el centro deja de ser centro; se convierte en postal.
La Arequipa del sillar merece también ser la Arequipa del alma. Recuperar el equilibrio entre conservación y vida urbana es un desafío urgente. La autoridad municipal, las universidades y los propios ciudadanos debemos repensar el uso de los espacios patrimoniales, para que la ciudad no pierda su esencia en medio de su belleza. Es momento de priorizar políticas culturales sostenibles que protejan no solo los edificios, sino también a quienes los habitan, reconociendo que la verdadera riqueza de Arequipa está en su gente, su memoria, su cotidianidad viva y su sentido de pertenencia, que no debe perderse ante el brillo del turismo fugaz.
El reto no es solo proteger las piedras, sino también proteger a las personas que les dan sentido. Porque un centro histórico sin vecinos, sin olor a pan recién hecho ni conversación en la esquina, no es patrimonio: es solo una vitrina vacía.