A pocos meses de las Elecciones Generales de 2026, el escenario político peruano no se presenta como una competencia de proyectos, sino como un mapa disperso donde 39 organizaciones buscan captar un voto fragmentado. Esta sobreoferta no refleja una expansión del debate, sino la consolidación de un fenómeno: la sustitución del análisis por la adhesión identitaria. En lugar de contrastar propuestas, buena parte de la discusión pública se organiza en torno a lealtades de grupo, que condicionan lo que se puede preguntar y lo que debe aceptarse sin mayor examen.
Cuando la posición del grupo se vuelve la referencia principal, el pensamiento crítico retrocede. Señalar una inconsistencia del propio candidato se interpreta como traición, y pedir evidencias se percibe como un gesto de desconfianza injustificada. El método socrático —preguntar para comprender— se diluye en un ambiente donde las narrativas grupales operan como certezas cerradas. Las redes sociales y los medios afines refuerzan esta dinámica, pues amplifican lo que confirma la identidad y silencian lo que la cuestiona.
El sensacionalismo actúa como un segundo factor que debilita la deliberación. En una contienda con casi cuarenta actores, la competencia por la atención es intensa. Los titulares privilegian el impacto inmediato y la reacción emocional. La indignación se convierte en un hábito cotidiano. Cuando todo se presenta como urgente, la ciudadanía pierde la capacidad de distinguir entre lo estructural y lo circunstancial. La política, que exige contraste, datos y secuencia lógica, queda atrapada en un flujo continuo de mensajes diseñados para provocar, no para explicar.
La abundancia de opciones, lejos de facilitar la elección, conduce a la saturación. Analizar 39 planes de gobierno es una tarea difícil para cualquier ciudadano. La reacción natural es buscar atajos mentales: confiar en la intuición grupal, reducir la complejidad y alinearse con la opción que la comunidad de referencia ya validó. Este mecanismo protege del agotamiento informativo, pero limita la capacidad de evaluar alternativas y, en consecuencia, empobrece la calidad del voto.
En este contexto, recuperar el juicio crítico se convierte en una tarea ciudadana. No basta esperar que los actores políticos o mediáticos modifiquen sus prácticas. El primer paso es desacelerar: leer más allá del titular llamativo, revisar la fuente original y preguntarse qué evidencia sustenta una afirmación. El segundo es ampliar las referencias informativas, no para coincidir con todas, sino para contrastar argumentos y comprender puntos de vista que no aparecen en la propia cámara de eco. El tercero es formular preguntas incómodas, especialmente hacia la opción preferida: cómo se financiará una propuesta, qué riesgos implica, qué contradicciones incluye. Y el cuarto es ejercitar un escepticismo razonable, que exige rigor sin caer en la negación sistemática.
Las elecciones de 2026 pueden repetir los ciclos de frustración conocidos o convertirse en un punto de inflexión, de no retorno. No será un liderazgo carismático quien defina el rumbo, sino una ciudadanía que decida examinar sus propias convicciones antes de votar. En medio del ruido de 39 agrupaciones, el acto más significativo consiste en detenerse, reflexionar y decidir con información suficiente. Una vida no examinada, recordaba Sócrates, pierde su propósito; un voto no examinado pierde su valor.