Cuando mi hija celebra el Halloween ataviada con su traje de Princesa Leia, ¿está apropiándose de Hollywood y la cultura pop estadounidense? Cuando Mario Vargas Llosa escribe un ensayo sobre el Israel y Palestina, y su perenne conflicto, ¿está importunando con su pluma extranjera, pretendiendo camuflarse en aquellas identidades? Cuando el salsero Rubén Blades interpreta La flor de la canela (por lo que fue nominado a un Premio Grammy Latino) ¿está desvalijando las raíces criollas del Perú? Resulta ocioso reiterarlo, pero cuando acusamos de apropiación cultural al hecho de copiar o tomar rasgos, comportamientos, estéticas o ideas ajenas para fundar o reproducir modelos, diseños, hábitos o conocimientos propios, estamos encerrándonos en identidades exclusivas, en miradas impermeables que solo distinguen un tipo de horizonte, uno en donde el acto creativo se empobrece.
La mojiganga llevada al escenario de la moda y que trajo consigo, otra vez, la discusión sobre apropiación cultural, ocurrió cuando la diseñadora, Anis Samanez, con indómito ánimo quiso replicar en sus diseños los trazos y figuras que, durante siglos, ha preservado en sus atuendos y otros artefactos la comunidad Shipibo-Konibo, un pueblo de la Amazonia peruana.
Ciertamente, transmitir estos saberes, en un acto de enseñanza-aprendizaje, involucra esfuerzo, cierta logística y tiempo. Por lo que formar en el arte del bordado exige una compensación económica tan inexcusable como quien quiere aprender procesos tributarios y aduaneros de alguien que conoce y trabaja en la administración tributaria y aduanera. Claro, siempre que el Youtube no sea suficiente y lo de ser autodidacta no sea lo nuestro. Si el jefe de la comunidad quiso cobrarle a la diseñadora cinco mil dólares por compartir su sapiencia ancestral, a eso se le llama capitalismo, y en ese lenguaje, por fortuna, estamos hermanados Shipibos y citadinos. Nada de qué indignarse.
Sin embargo, las críticas frenéticas dirigidas a la señora Samanez se concentraron en su afán por querer incorporar elementos indígenas en vestidos con diseños urbanos, aprovechando la riqueza cultural de poblaciones marginadas (el adjetivo no es mío). Así de pavorosa y colosal ha sido la imputación. Incluso, una antropóloga de la PUCP ha llegado a decir que «solo porque (un diseño) ‘es bonito’ no es una razón sólida (para copiarlo) y puede perpetuar las desigualdades existentes». Y claro, cuando hay apropiación se enfatiza que siempre se da entre un grupo cultural dominado y un grupo cultural dominante. El dominante despojando al dominado.
Me pregunto si, con todas sus deficiencias, que poblaciones periféricas puedan hacer uso del SIS —siendo este resultado de una política de la gestión pública moderna—, antes que apostar por sus originarias técnicas curativas con plantas y brebajes, ¿no es ejemplo de lo pueril y descomedido que pueden llegar a ser estas tipificaciones de las relaciones de poder? Y si abrimos más el mapa, cuando escuchamos a Ferran Adrià, el famoso cocinero español, decir que «en una o dos generaciones el sushi será tan español como la croqueta que, por cierto, no es española, sino francesa», ¿será que la dominante España con su “poderoso PIB anual y su envidiable tasa de desempleo” está por encima de las marginadas y dominadas Francia y Japón? Basta echar un ojo a esas cifras para caer en cuenta que el relato de la desigualdad y las culturas dominantes va por un lado, y la realidad de la riqueza del intercambio cultural en libertad va por otro.
«La cultura es una conversación», ha dicho Daniel Gascón en Letras Libres. «Se basa en la idea de que la experiencia es particular, siempre distinta y al mismo tiempo comunicable». Conversemos más, entonces, y apropiémonos de la vastedad de un menú que, felizmente, puede reunir todos los ingredientes del mundo.