La fiesta de la Sagrada Familia, que la Iglesia celebra el domingo después de Navidad, nos vuelve a lo esencial: Dios que viene al mundo y lo hace en el seno de una familia. Podemos decir que en ese hogar humilde del pequeño pueblo Nazaret surgió la primera Iglesia doméstica y, por tanto, la primera comunidad cristiana.
A José, María y Jesús los une el mismo deseo: hacer la voluntad de Dios, ponerse a su servicio para la salvación del mundo. Así lo dijo María, cuando respondió al arcángel Gabriel: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Así lo hizo José cuando, instruido en sueños por un ángel de que el Niño que María llevaba en su seno salvaría al pueblo de sus pecados, los acogió en su casa y pasó a ser el padre terreno de Jesús (Mt 1,24).
Así lo hizo Jesús a lo largo de su vida en este mundo y lo declaró solemnemente en su pasión: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Y así nos lo enseñó en la oración del Padre Nuestro: «hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10).
Contemplar a la Sagrada Familia nos lleva a descubrir que la felicidad del hombre, su perfección, está en hacer la voluntad de Dios, y que la primera misión de la familia en este mundo es que sus miembros se ayuden mutuamente a hacer esa voluntad.
Pero no sólo eso. Toda familia cristiana está también llamada a ser un icono visible de la Familia de Nazaret, viviendo la comunión de amor entre sus miembros, ayudándose unos a otros a ser santos y, de esa manera, hacer presente el amor de Dios en medio de la sociedad. Así, como dijo san Juan Pablo II: «La salvación del mundo, el porvenir de la humanidad, de los pueblos y sociedades, pasa siempre por el corazón de toda familia» (Angelus, 30.XII.1984). Y, al interior de la familia, corresponde a los padres «crear las condiciones favorables para el crecimiento armónico y pleno de los hijos, con el fin de que puedan vivir una vida buena, digna de Dios y constructiva para el mundo» (Papa Francisco, Angelus, 31.XII.2017).
En el diseño de Dios, la familia es una casa y escuela de amor gratuito. El seno materno es el primer lugar en el que se experimenta este amor: una mujer que lleva en ella y con ella a su hijo, dándole gratuitamente la vida y alimentándolo durante los nueve meses de embarazo. Esa misma gratuidad con la que se recibe al niño, ya nacido, en el hogar y todos los que lo conforman se ponen a su servicio porque él, pequeño e indefenso, no puede valerse por sí solo. Gratuidad con la que la misma familia, cada una según sus posibilidades, le provee de lo necesario durante su infancia, adolescencia y primeros años de su juventud hasta que pueda comenzar a mantenerse por sí mismo. Gratuidad con la que todos se unen en torno a uno de los miembros cuando está enfermo o pasa por un momento de dificultad y cuando, ya anciano, requiere del cuidado de aquellos a quienes antes cuidó y por quienes gastó su vida. Así, a semejanza de la Familia de Nazaret, toda familia, incluso con sus luces y sus sombras, es sagrada porque en ella se engendra, desarrolla y custodia la vida en este mundo. Demos gracias a Dios por el don de la familia.