El mercado San Camilo no es solo un espacio de comercio: es, quizá, el espejo más nítido donde se refleja la cultura arequipeña en su complejidad, sus tensiones y su permanencia cotidiana. En tiempos donde los centros comerciales imponen una estética pulcra y silenciosa, San Camilo sigue siendo un espacio donde la ciudad respira sin filtros, donde la tradición se mezcla con la modernidad sin pedir permiso ni disculpas.
Fundado a inicios del siglo XX, San Camilo es mucho más que una estructura patrimonial. Es un escenario vivo donde cada día se escenifica lo que somos. Allí conviven los aromas de los quesos, de las especias, de la chicha morada recién batida; conviven los pregones, las bromas entre caseras, el pulso rápido de quienes madrugan para abastecer hogares y restaurantes.
Ese universo, aparentemente caótico, guarda un orden que no está en los planos arquitectónicos, sino en la memoria colectiva: cada puesto tiene su historia, cada vendedora es heredera de un linaje de trabajo que sostiene a la ciudad desde antes que existieran los malls modernos.
San Camilo también es un espacio de resistencia cultural. Mientras las lógicas globales empujan hacia la estandarización, los mercados tradicionales sostienen prácticas que de otro modo desaparecerían: el regateo, el consejo culinario, la receta transmitida entre sonrisas, la confianza del lleve nomás, mañana me paga. Son gestos que configuran una forma particular de relacionarnos, más humana y directa, profundamente arequipeña y orgullosa de sus raíces.
Sin embargo, la ciudad le debe más de lo que reconoce. A pesar de su importancia económica y cultural, San Camilo ha sido golpeado por problemas estructurales: desorden, falta de mantenimiento, inseguridad persistente. Las autoridades lo recuerdan solo en discursos, mientras comerciantes y consumidores sostienen su vitalidad con esfuerzo diario.
Revalorizar San Camilo no significa convertirlo en un museo ni “modernizarlo” hasta borrar su esencia. Significa asumir que este mercado es un patrimonio vivo, un testimonio de cómo Arequipa se ha construido a partir del trabajo popular. Defenderlo es defender nuestra identidad profunda. Porque una ciudad que abandona sus mercados pierde también una parte de su alma.