La inhabilitación de Delia Espinoza por diez años marca un nuevo punto crítico en la relación entre el Congreso y el sistema de justicia. La reconsideración que cambió el resultado inicial expone un uso político de las mayorías legislativas.
Más allá de los argumentos de ambas partes, el retroceso en la votación evidencia un Congreso que ejerce su poder sin mecanismos de autocontrol. La rapidez del giro, más que la sanción en sí, genera dudas sobre la motivación real del hemiciclo.
Espinoza afirma que el proceso responde a represalias por investigar a once parlamentarios. El Congreso sostiene que es una respuesta a presuntas infracciones constitucionales. Entre ambas versiones, la ciudadanía observa otro episodio de enfrentamiento entre instituciones debilitadas.
Ahora, el levantamiento del fuero abre paso a un proceso penal que la Fiscalía deberá conducir con absoluta autonomía. Esa será la verdadera prueba: determinar si hubo delito, no si hubo adversarios políticos incómodos.
El país necesita que este caso se resuelva con pruebas, no narrativas. El abuso legislativo y la justicia selectiva han sido prácticas que erosionaron la confianza pública durante años; repetirlas solo profundiza la crisis.
En medio de un contexto de inseguridad e instituciones cuestionadas, decisiones así deben ser ejemplares, transparentes y didácticas. Sin embargo, el mensaje que deja el Congreso es el de un poder que sanciona, reconsidera y vuelve a sancionar según la conveniencia del momento.
El Perú requiere equilibrio entre poderes, no disputas que debilitan el Estado de Derecho. La investigación recién empieza y será la Fiscalía —no el Parlamento— quien tendrá la última palabra. La justicia debe hablar, y esta vez, sin interferencias.
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