El conflicto entre el Congreso y la Fiscalía vuelve a exponer la inestabilidad institucional que arrastra el país. La inhabilitación recomendada contra Delia Espinoza evidencia un choque de poderes que ya supera lo estrictamente jurídico.
La Comisión Permanente aprobó un informe con graves acusaciones, pero sin disipar las dudas sobre la transparencia del proceso. Desde el Poder Judicial, Espinoza denuncia atropellos; desde el Congreso, se insiste en un control legítimo. Ningún lado convence plenamente.
Que una fiscal suspendida acuse “dictadura parlamentaria” y que el Parlamento avance sin lograr consenso ciudadano refleja un deterioro institucional profundo. La ciudadanía observa un enfrentamiento que prioriza agendas políticas antes que fortalecer la justicia. El debate no es si Espinoza es culpable o inocente; es si el mecanismo usado para sancionarla respeta estándares constitucionales. Cuando las decisiones parecen aceleradas o mal fundamentadas, la democracia pierde y la sospecha crece.
El proceso ahora pasará al Pleno, que requiere una mayoría calificada. Sin embargo, ese voto no resolverá el problema de fondo: la incapacidad del Estado para procesar disputas de poder sin afectar la credibilidad pública.
La falta de claridad jurídica alimenta narrativas extremas y erosiona la confianza ciudadana. El país necesita instituciones capaces de sancionar irregularidades, pero también de garantizar que ninguna sanción sea producto de revancha política.
Si algo deja este episodio, es la urgencia de fortalecer los procesos constitucionales para que ninguna autoridad, congresal o fiscal, utilice el sistema con fines políticos.
La justicia debe verse imparcial para que sea real.
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