La reciente decisión del Ministerio Público de desactivar dos fiscalías especializadas en terrorismo en zonas estratégicas como Ayacucho y el Vraem no solo sorprende por su fondo, sino por la forma. No hubo debate público ni consulta técnica visible. En su lugar, se emitió una resolución en El Peruano que reasigna fiscales, redirige competencias y transforma funciones sin que el país entienda claramente por qué se debilita institucionalmente una línea de acción clave contra los remanentes de Sendero Luminoso.
El argumento legal de que los fiscales eran “provisionales” y por tanto su cese era obligatorio, suena a formalismo vacío frente al evidente impacto de la medida. Cambiar el enfoque fiscal del combate al terrorismo hacia una fiscalía centrada en derechos humanos e interculturalidad puede ser un retroceso en la capacidad del Estado de enfrentar a estructuras armadas en territorios complejos. Estas zonas no requieren improvisación, sino equipos especializados y con experiencia en contextos de conflicto.
Es válido proteger los derechos humanos. De hecho, es necesario. Pero es inaceptable que se diluya el esfuerzo fiscal antiterrorismo justo cuando el crimen organizado mantiene presencia activa en el Vraem. ¿Estamos acaso priorizando la investigación de excesos de las fuerzas del orden sobre la persecución de los autores del terror? Si se reemplaza a fiscales conocedores del territorio por otros con otro perfil, se corre el riesgo de desarticular la respuesta penal efectiva.
En medio de este viraje institucional, el silencio del Ejecutivo y la falta de explicaciones de la fiscal de la Nación no hacen más que reforzar la percepción de una agenda ideológica antes que una estrategia técnica. El Perú no puede permitirse un debilitamiento en la lucha contra el terrorismo. ¿Se está evaluando el impacto real de esta medida en el terreno o solo se está cumpliendo un guion burocrático sin medir consecuencias?