Martín Vizcarra, una vez más, nos recuerda que para ciertos políticos peruanos el poder no es una herramienta para servir, sino una obsesión personal. El Jurado Nacional de Elecciones (JNE) ha ratificado su inhabilitación como afiliado del partido Perú Primero, dando por infundado el recurso de apelación que buscaba revertir su exclusión. Esta decisión responde, correctamente, a disposiciones legales vigentes, pero también pone sobre la mesa una realidad inquietante: la persistencia de figuras públicas que, pese a sanciones e inhabilitaciones desde el 2021, insisten en retornar a la escena política, no por el bien del país, sino por la necesidad de mantenerse vigentes.
Cuando fue presidente, Vizcarra prometió una política diferente, centrada en la lucha contra la corrupción y la reforma institucional. Sin embargo, su mandato terminó empañado por escándalos, conflictos de intereses y un protagonismo que rayaba en el culto a la personalidad. Hoy, lejos de hacer un mea culpa, insiste en regresar a la política, ignorando la voluntad institucional y jurídica que lo aparta. Más que convicción democrática, lo que mueve a Vizcarra parece ser la urgencia de no quedar fuera del juego de poder que alguna vez dominó.
La democracia no puede ser rehén de ambiciones personales ni de liderazgos mesiánicos. La decisión del JNE no solo cumple con la ley, sino que envía un mensaje claro: las reglas importan y nadie está por encima de ellas. Ser político no es un derecho vitalicio; es un compromiso temporal, sustentado en ética, legalidad y vocación de servicio. Y cuando se pierde ese derecho por actos impropios, corresponde asumir las consecuencias, no deslegitimar al sistema ni victimizarse.