El atentado contra Rafael Belaunde Llosa no es un episodio aislado, sino la alerta más fuerte de que la violencia criminal ya alcanzó el corazón del proceso electoral peruano. Si un precandidato puede ser baleado en una zona pública y en el día, ningún ciudadano está protegido y menos los ciudadanos, ya no hay respeto de los criminales por el sistema de seguridad peruano.
El ataque en Cerro Azul en Cañete, Lima, evidencia una verdad incómoda: la delincuencia se ha vuelto capaz de marcar la agenda política. Mientras el país discute reformas, la criminalidad avanza por trochas, motos y zonas rurales donde el Estado simplemente no está. Este vacío permite que un atentado electoral se vuelva noticia mundial en cuestión de minutos.
La investigación aún no revela el móvil, pero el mensaje ya fue enviado. Un político atacado, un parabrisas perforado, una campaña que empieza con sangre. Y en medio del ruido, surge la pregunta que incomoda a todos: ¿cuántos candidatos cuentan con garantías reales de seguridad? La respuesta, hoy, es evidente: muy pocos.
El Gobierno debe comprender que la seguridad electoral no es un trámite ni un gesto simbólico. En países donde el crimen organizado se infiltra en la política, las elecciones dejan de ser una competencia democrática y se convierten en una carrera de supervivencia. Sin protección efectiva, la ciudadanía vota con miedo y los criminales ganan terreno.
Perú enfrenta uno de sus procesos electorales más fragmentados, tensos y vigilados. El Estado no actúa con firmeza sino la campaña podría convertirse en un tablero donde el crimen define quién habla, quién avanza y quién se calla. La democracia no puede permitirse eso ni un día más.
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