El mundo atraviesa una época confusa. Entre guerras que se prolongan y promesas políticas que se evaporan, la desconfianza parece haber sustituido a la razón. También en el Perú el desencanto crece ante discursos cambiantes y gestos vacíos. Pero aun en medio de la tormenta surgen señales que orientan, pequeñas luces que reafirman la posibilidad del bien común.
Una de ellas se escuchó en Arequipa, durante el Congreso Internacional de la Lengua Española. Rolando Luque Mogrovejo recordó que el diálogo verdadero no consiste en hablar mucho, sino en saber escuchar, incluso a quien se desconfía. Esa afirmación, sencilla y profunda, bastó para recordar que sin diálogo no hay sociedad posible. No se trata de coincidir, sino de construir con el otro, aun desde la diferencia, reconociendo que el desacuerdo puede ser también una forma de entendimiento.
Luque apuntó además un dato inquietante: solo una minoría de mujeres accede a esos espacios de conversación pública. En un país donde la exclusión se ha normalizado, esa brecha refleja una deuda moral y práctica. Escuchar a las mujeres —y especialmente a las del ámbito rural— no es solo un asunto de equidad, sino una condición para comprender el país entero. Nadie puede dialogar si una parte del país sigue sin voz. Incorporarlas es reconocer que el futuro común se construye desde todas las orillas y no desde la comodidad del poder.
Mientras la política se extravía entre intereses y cálculos, otras expresiones de comunidad mantienen su vigor. La procesión del Señor de los Milagros, que este año llegó hasta el Vaticano, mostró una fe que no se rinde ante el desencanto. Esa marea morada es también una lección cívica: enseña que la esperanza colectiva se construye desde abajo, en silencio y con perseverancia.
La canonización de siete nuevos santos —entre ellos dos venezolanos— refuerza esa idea. Frente al culto del poder y la apariencia, el testimonio de quienes sirvieron al prójimo con humildad devuelve a la palabra “grandeza” su sentido original. Son recordatorios vivos de que el bien no necesita estridencias, sino coherencia y entrega.
La política, sin embargo, no queda exenta. El presidente y sus ministros deben recordar que gobernar no es proteger intereses afines, sino representar a todos. La ciudadanía —cada vez más vigilante— no perdona ya la incoherencia entre palabra y acción.
La esperanza, en consecuencia, no es un consuelo ingenuo, sino una tarea diaria: sostener el diálogo, incluir a los excluidos, vivir la fe como compromiso y exigir coherencia. Son las brújulas que pueden todavía orientarnos en el desordenado cajón de sastre de nuestra realidad.