La creciente ola de criminalidad en el país ha dejado de ser una estadística para convertirse en una amenaza palpable que golpea a diario a ciudadanos de todas las edades y condiciones. En Lima, un caso estremecedor evidenció el nivel de vulnerabilidad al que hemos llegado: durante el asalto a una pollería, un niño aterrorizado ofreció seis soles a los delincuentes con la esperanza de que lo dejaran en paz. Este gesto, cargado de miedo y desesperación, refleja cómo incluso los más pequeños han comenzado a convivir con el temor como parte de su cotidianidad.
La delincuencia no discrimina. Desde escolares hasta adultos mayores, todos están expuestos a la violencia que se ha normalizado en calles, negocios y medios de transporte. Los trabajadores que se esfuerzan día a día, como los conductores de taxis, colectivos y buses, también son blanco frecuente de robos y agresiones. Muchos de ellos, que laboran desde el amanecer hasta altas horas de la noche, enfrentan el riesgo constante de ser asaltados mientras cumplen con su deber de movilizar al país.
Las cifras oficiales muestran un incremento alarmante en los delitos contra el patrimonio, pero detrás de cada número hay historias humanas que revelan el impacto psicológico y social de esta crisis. Comerciantes que cierran antes de tiempo, vecinos que organizan rondas nocturnas, padres que temen dejar salir a sus hijos: todos buscan formas de protegerse ante un Estado que parece desbordado por la situación.
Frente a este panorama, se vuelve urgente replantear las estrategias de seguridad ciudadana, fortalecer la presencia policial en zonas críticas y garantizar que la justicia actúe con celeridad y firmeza. La lucha contra la delincuencia no puede seguir siendo reactiva ni fragmentada. Es momento de que las autoridades escuchen el clamor de una población que exige vivir con dignidad, sin tener que ofrecer seis soles como escudo ante la violencia.
.jpg)
.jpg)
.jpg)
